Pasé a la sala de estar
y vi sentada una anciana,
al no reconocerla le pregunté:
¿Quién es usted? ¿Qué hace?
¿Cómo se atreve a entrar en mi casa?
No es de buen ciudadano
entrar sin permiso.
Entonces respondió:
¿No me conoces?
En distintos momentos
de tu vida te visité,
y al mirarla atentamente
me di cuenta
que era la adversidad.
Sorprendido le expresé:
Señora, ya que la tengo acá
por favor hábleme más de Usted,
porque los hombres tiemblan
cuando
la ven.
Yo le tengo un poco
de desconfianza,
su rostro no me trae buenos recuerdos.
Fijó en mí sus ojos
y espetó: Yo nací
con el hombre,
soy tan cierta, tan real
como la felicidad y el bienestar,
mis visitas siempre
son imprevistas,
y por tener las llaves de todos
no necesito permiso para entrar.
No distingo ricos de pobres,
sabios de ignorantes, o
buenos de malos.
Aquellos que permanecen
firmes luego de mi partida
son los que descubren los misterios de
la vida
que de otra manera
nunca los conocerán.
Algunas veces vengo
después de los actos malos
de los hombres, otras,
es el Rey Eterno,
el que me permite entrar
en casa de sus hijos
para ayudarlos a abandonar el orgullo y
la autosuficiencia a fin de entender
compasión.
Yo, la adversidad,
soy herramienta
en las manos divinas,
y a decir verdad, el Rey Eterno
es el único que me elogia.
Súbitamente dijo
que tenía
otras visitas que hacer,
y despidiéndola le hice saber
que por favor no
vuelva por mi casa,
porque tal vez me mude
y no me encuentre.
Esbozando una sonrisa,
la adversidad
siguió su incierto camino.
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