Conferencia pronunciada el sábado 22 de abril de 2007 en el Instituto de Estudios Superiores de la Familia (IESF) de la Universitat Internacional de Catalunya.
El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad
de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia.
Tenemos que ayudarnos mutuamente a levantarnos siempre de nuevo. Lo
conseguimos, muchas veces, a través del perdón.
UNA REFLEXIÓN PREVIA
Cuando hablamos del auténtico perdón, nos movemos en un terreno
profundo. Consideramos una herida en el corazón, causada por la libre actuación
de otro. Todos sufrimos, de vez en cuando, injusticias, humillaciones y
rechazos; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una
cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en la propia familia. Es cierto
que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. “El único
dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros
familiares,” dicen los árabes.
No sólo existe la ruptura tajante de las relaciones humanas.
Hay muchas formas distintas de infidelidad y corrupción. El amor se puede
enfriar por el desgaste diario, por desatención y estrés, puede desaparecer
oculta y silenciosamente. Hasta matrimonios aparentemente muy unidos pueden
sufrir “divorcios interiores”: viven exteriormente juntos, sin estar unidos
interiormente, en la mente y en el corazón; conviven soportándose.
Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los
demás, es posible reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos
han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena
gastar las energías en enfados, recelos, rencores, o desesperación; y quizá es
más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más. Sólo en el
perdón brota nueva vida.
El perdón consiste en renunciar a la venganza y querer, a pesar
de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana nos ofrece testimonios
impresionantes de esta actitud. No sólo tenemos el ejemplo famoso de Esteban, el primer mártir, que murió orando por los que le apedreaban. En
nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado
Christian fue matado en Argelia junto a otros monjes que habían permanecido en
su monasterio, pese a estar situado en una región peligrosa. Christian dejó una
carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba
gracias a todos los que había conocido y señalaba: “En este gracias por
supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy... Y también a ti,
amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti
digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos conceda volvernos
a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios nuestro Padre.”1
Pensamos, quizá, que estos son casos límites, reservados para
algunos héroes; son ideales bellos, más admirables que imitables, que se
encuentran muy lejos de nuestras experiencias personales. ¿Puede una madre
perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una
persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha
quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido
algo que para nosotros era muy importante? Éstas son algunas de las situaciones
existenciales en las que conviene plantearse la cuestión.
I. ¿QUÉ QUIERE DECIR “PERDONAR”?
¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: “Te
perdono”? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo,
además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la
venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna
de compasión. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.
1. Reaccionar ante un mal
En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el
conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente
infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra
el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien:
me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No
todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él, ni mucho menos. Los buenos
padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman
en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis
alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de treinta
años.” El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño
objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no
querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las
injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan
eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir
continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. “No
importa” si los otros no les dicen la verdad; “no importa” cuando los utilizan
como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; “no importan” tampoco el
fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una
completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son
reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona,
no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una
injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.2
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar
durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy
alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta
sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla
gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de
autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no
queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de
la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome
lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros
se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado
retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia
traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede
conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva,
medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga
pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos.
Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente
directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento
de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.
2. Actuar con libertad
El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción
que no re-actúa simplemente, según el conocido principio “ojo por ojo, diente
por diente.”3 El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio.
Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en
cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso
iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a
desatarme de los enfados y rencores. No estoy “re-accionando”, de modo
automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque
el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una
persona resentida se intoxica a sí misma.4 El otro le ha herido; de ahí no se
mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado.
Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo
acontecimiento. De este modo arruina su vida.
Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro
interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de
malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a
gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces
no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender
siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un
refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas.”
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista
norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido
en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, “porque han
linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado.”5 La autora
confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy
comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le
cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le
mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los
blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su
propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en
vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo
en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían
ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra
libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos
sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como
muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura,
inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse.
Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y
curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer
posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no
conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se
ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias
afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a
nuestro estado psíquico.6 Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre,
el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca
con el tiempo. “Las heridas se cambian en perlas,” dice Santa Hildegarda de
Bingen.
3. Recordar el pasado
Es una ley natural que el tiempo “cura” algunas llagas. No las
cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la “caducidad de
nuestras emociones”.7 Llegará un momento en que una persona no pueda llorar
más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su
agresor, sino que tiene ciertas “ganas de vivir”. Un determinado estado
psíquico –por intenso que sea– de ordinario no puede convertirse en permanente.
A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa.
No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en
nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de
la naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad
de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no
tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en
“borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la
justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho
debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Hace falta “purificar la memoria”. Una memoria sana puede
convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender
mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas
para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.
4. Renunciar a la venganza
Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible
negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros
de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra
Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a
una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose.
Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su
formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un
crímen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando
habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos
murieron. “Sé que es horrible –dijo el oficial-. Durante las largas noches, en
las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un
judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón.” Wiesenthal concluye su
relato diciendo: “De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de
la habitación.”8 Otro judío añade: “No, no he perdonado a ninguno de los
culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno.”9
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen,
por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran
ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las
injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les
molesten. “Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño,” es uno de sus
lemas.10 Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía
insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente
una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como
nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna
que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos
“gurus” asiáticos que viven solitarios en su “magnanimidad”. No se dignan mirar
siquiera a quienes “absuelven” sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia
del “pulgón”.
El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna
relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor.
Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a
los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar
una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la
actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el
ofendido.
5. Mirar al agresor en su dignidad personal
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una
persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus
experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a
escucharles con un corazón abierto.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra.11
Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert
Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes
cometidos en Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos
esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás.”12
Cada persona está por encima de sus peores errores.
Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo
XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó
si perdonaba a sus enemigos. “No es posible –respondió el general-. Les he
mandado ejecutar a todos.”13
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un
castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz
con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar
también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido;
en cada uno brilla una luz.
Al perdonar, decimos a alguien: “No, tú no eres así. ¡Sé quien
eres! En realidad eres mucho mejor.” Queremos todo el bien posible para el
otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo
desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.
II. ¿QUÉ ACTITUDES NOS DISPONEN A PERDONAR?
Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el
perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este
acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.
1. Amor
Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo
expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña,
donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner
Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el
perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor
apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo
del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la
herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir
distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto
desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar
al otro el amor que necesita.
Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando
es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice:
“Es bueno que existas.”14 Hace falta no sólo “estar aquí”, en la tierra, sino
que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo,
para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de
relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor
continúa y perfecciona la obra de la creación.15
Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio
valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que
puede responder al otro con toda verdad: “Te necesito para ser yo mismo.”
Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio
para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez
más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en
sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras
injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón.
El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la
“desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no llega
a serlo, porque los otros lo impiden.16
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a
volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una
felicidad más honda.
2. Comprensión
Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que
“merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y
podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada
persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de
cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de
los demás.
Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás
demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero “tomar a un hombre
perfectamente en serio, significa destruirle,” advierte el filósofo Robert
Spaemann.17 Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no
somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: “no sabemos lo que
hacemos”.18 Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en
el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada
minuto del día, y me pongo a “analizar” lo que ha dicho cuando estaba rabiosa,
puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de
una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más
encantador.
Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a
entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se
le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se
tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores.
Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar
de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular:
“Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese.”
3. Generosidad
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa
ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera
justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla
o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es
imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no
cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A
veces, no hay soluciones en el mundo exterior. Pero, al menos, se puede mitigar
el daño interior, con cariño, aliento y consuelo. “Convenceos que únicamente
con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad
-afirma San Josemaría Escrivá... La caridad ha de ir dentro y al lado, porque
lo dulcifica todo.”19 Y Santo Tomás resume escuetamente: “La justicia sin la
misericordia es crueldad.”20
El perdón trata de vencer el mal por la abundancia del bien.21
Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don
siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su
agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el
agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para
el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar
cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que
obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.
Hay un modo “impuro” de perdonar,22 cuando se hace con
cálculos, especulaciones y metas: “Te perdono para que te des cuenta de la
barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores.” Pueden ser fines
educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se
concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: “Te perdono
porque te quiero –a pesar de todo.”
Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el
caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera,
o aunque no sabe por qué.
4. Humildad
Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro
el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra
persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede
humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede
tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero
demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a
la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.
Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues
este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier
momento. “Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo
que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de
nuevo).”23 Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.
Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo
tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a
conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe
escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el
final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez
en cuando es necesario “cambiar la silla”, al menos mentalmente, y tratar de
ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de
poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle.
Para que sea verdadero y “puro”, la víctima debe evitar hasta la menor señal de
una “superioridad moral” que, en principio, no existe; al menos no somos
nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el
corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al
agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no
ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con
gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores
que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para
conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los
demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón
para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada
uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han
llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez,
perdón al otro.
5. Abrirse a la gracia de Dios
No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos
casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se
arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber
obrado correctamente? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al
menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad.
Pero un cristiano nunca está solo. Puede contar en cada momento
con la ayuda todopoderosa de Dios y experimentar la alegría de ser amado. El
mismo Dios le declara su gran amor: “No temas, que yo... te he llamado por tu
nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos,
no te anegarán... Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero.”24
Un cristiano puede experimentar también la alegría de ser
perdonado. La verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta
nuestra relación con Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas
que se han “desviado” -según la opinión de las autoridades- son metidas en
cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio de Jesucristo,
en cambio, se les invita a una fiesta: la fiesta del perdón. Dios siempre
acepta nuestro arrepentimiento y nos invita a cambiar.25 Su gracia obra una
profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las
heridas.
Siempre es Dios quien ama primero y es Dios quien perdona
primero.26 Es Él quien nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento
cristiano que es, probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos,27
perdonar a los que nos han hecho daño.28 Pero, en el fondo, no se trata tanto
de una exigencia moral –como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar
a los prójimos- cuanto de un imperativo existencial: si comprendes realmente lo
que te ha ocurrido a ti, no puedes por menos que perdonar al otro. Si no lo
haces, no sabes lo que Dios te ha dado.
El perdón forma parte de la identidad de los cristianos; su
ausencia significaría, por tanto, la pérdida del carácter de cristiano. Por
eso, los seguidores de Cristo de todos los siglos han mirado a su Maestro que
perdonó a sus propios verdugos.29 Han sabido transformar las tragedias en
victorias.
También nosotros podemos, con la gracia de Dios, encontrar el
sentido de las ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que
adquirimos es en vano. Muy por el contrario, siempre podemos aprender algo.
También cuando nos sorprende una tempestad o debemos soportar el frío o el
calor. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor el mundo,
a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro
día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. ”Hay ciertas flores que
sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde
del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven
cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la
desesperación.”30
REFLEXIÓN FINAL
Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un acto liberador.
Es un mandamiento cristiano y además un gran alivio. Significa optar por la
vida y actuar con creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las
víctimas. Es comprensible que una madre no pueda perdonar enseguida al asesino
de su hijo. Hay que dejarle todo el tiempo que necesite para llegar al perdón.
Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo
Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren,
entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni
escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo.31
En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor.
Necesitamos tranquilizarnos; seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede
ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse de
ello.
Perdonar puede ser una labor interior auténtica y dura. Pero
con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina,
es posible realizarla. “Con mi Dios, salto los muros,” canta el salmista.
Podemos referirlo también a los muros que están en nuestro corazón.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir
juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar
juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias
palabras: “¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre?
Perdona.”
1 Ch. DE CHERGÉ, Testament spirituel (1994), en B. CHENU,
L’invincible espérance, Paris 1997, p.221.
2 Se ha destacado que la justicia, junto con la verdad, son los
presupuestos del perdón. Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz Ofrece el perdón, recibe la paz, 1-I-1997.
3 Mt 5,38.
5 P. RAYBON, My First White Friend, New
York 1996, p.4s.
6 Cfr. D. von HILDEBRAND, Moralia,
Werke IX, Regensburg 1980, p.338.
8 Cfr. S. WIESENTHAL, The Sunflower. On
the Possibilities and Limits of Forgiveness, New York 1998. Sin
embargo, la cuestión del perdón se presenta abierta para este autor. Cfr. IDEM,
Los límites del perdón, Barcelona 1998.
9 P. LEVI, Sí, esto es un hombre, Barcelona 1987, p.186. Cfr.
IDEM, Los hundidos y los salvados, Barcelona 1995, p.117.
10 Se suele atribuir esta frase al filósofo estoico Epicteto,
que era un esclavo. Cfr. EPICTETO,
Handbüchlein der Moral, ed. por H. Schmidt, Stuttgart 1984, p.31. Los
mártires de todos los tiempos sabían interpretar estas palabras de un modo
cristiano.
11 El odio no se dirige a las personas, sino a las obras. Cfr.
Rm 12,9. Apoc 2,6.
13 Cfr. M. CRESPO, Das Verzeihen. Eine philosophische Untersuchung, Heidelberg 2002, p.96.
14 J. PIEPER, Über die Liebe, München
1972, p.38s.
15 Cfr. ibid., p.47.
16 S. KIERKEGAARD, Die Krankheit zum
Tode, München 1976, p.99.
17 R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p.273.
18 Pero también existe un no querer ver, una ceguera
voluntaria. Cfr. D. von HILDEBRAND,
Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis. Eine Untersuchung über ethische Strukturprobleme,
Vallendar 31982, p.49.
19 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n.172.
20 TOMÁS DE AQUINO, In Matth., 5,2.
21 Cfr. Rm 12,21.
22 Cfr. V. JANKÉLÉVITCH, El perdón, Barcelona 1999, p.144.
24 Is 43,1-4.
25 “No peques más.” Jn 8,11.
26 Nuestro perdón es una consecuencia del perdón que hemos
recibido. Cfr. Mt 18,12-14. Lc 19,1-10. Ef 4,32-5,2. Col 3,13.
27 Cfr. Mt 5,43-48. En cambio, Lev 19,18: “Amarás a tu prójimo
como a ti mismo.”
28 Cfr. Mt 5,23-24; 6,12. Mc 11,25. Lc
11,4.
29 Cfr. Lc 23,34.
31 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-II, q.22.
Comentarios
Publicar un comentario